Detén el momento, soy tan feliz

“...leyendo Fausto en clase de literatura, la frase "detén el momento, soy tan feliz" atrajo mi atención de manera sorprendente... a lo largo de mi vida muchas veces volví a pensar en aquella frase... generalmente me venía a la mente después de algún gran esfuerzo.”

2004-11-24


Los primeros recuerdos que tengo de mi infancia son entre el barro, rodeada de mis hermanos varones y de sus amigos. Mi madre había decorado mi dormitorio con colores en tonos de rosa y mi colcha tenía volados para resaltar más mi condición de niña. En un rincón de mi habitación, muchas muñecas con vestidos nuevos esperaban día tras día que yo me dignara a jugar con ellas; pero mi fascinación era el mundo del boxeo, del fútbol y de las carreras en bicicleta.

El ser única mujer entre ocho hermanos hizo que mi autoestima fuera muy alta. Yo mandaba, elegía, rechazaba y opinaba ante la mirada silenciosa de mis hermanos y de mis padres.

Los recuerdos de mis primeros años en el Colegio comprendían dos facetas nuevas: amigas por un lado y mi fascinación por el teatro. Muchas obras, presentaciones de ballet y hasta concursos de piano colmaban todos mis sueños. Disfrazarme, maquillarme, recibir aplausos, era para mí lo más sublime.

Cuando contaba con no más de nueve años, vi con claridad que un buen cristiano tenía que ayudar a Cristo a salvar almas y tuve por ese entonces un austero y exigente horario de estudio y mortifica-ción; las almas que morían en pecado eran mi gran preocupación.

Mi madre repetía siempre algunas cosas que marcaron mi vida y ella me las decía cuando aún yo no tenía la edad para vivirlas. Pero hoy realmente siento, que en las cosas fundamentales, me preparó para la vida. Ella me decía que una mujer debía cuidar su pureza y no pasar de mano en mano, porque: "el día en que encuentres al hombre de tu vida, ¿qué le vas a entregar?” Otras veces me decía, que Dios nos iba a pedir cuentas de cómo habíamos utilizado el tiempo y pasados los años yo repetí estas mismas cosas a mis hijas.

A los trece se me presentó la oportunidad de ir a dar clases a una escuela muy pobre; mi vocación de enseñar se me hizo muy patente a partir de ese momento. Trabajé allí todos los sábados por la tarde hasta los 19 años.

Durante ese tiempo comencé a conocer chicos de mi edad e ir a fiestas, maravillándome con mis vestidos elegantes, usando un poco de maquillaje y comprando zapatos de tacón. Mis hermanos me hicieron todo tipo de problemas cuando me vieron en mi papel de señorita. Yo me las arreglaba para estar bailando con alguien que les gustara a la hora en que alguno de ellos llegaba para buscarme y llevarme de vuelta a casa. Y me viene entonces a la memoria una noche en la que se me complicó el sistema.

Aquella noche salía yo para una espléndida fiesta de largo, vestida por mi madre como una princesa. Mi hermano mayor me había recomendado expresamente no bailar con un muchacho que era demasiado grande para mí el que me había estado llamando por teléfono con insistencia. Pero yo estaba muy entusiasmada por verlo y bailé con él un buen rato. A la semana siguiente, la prensa que estaba presente en la fiesta, publicó las fotos y allí aparecía yo con el fulano.

No sé por que motivo y a esa edad en la que vivía con tanto vértigo -leyendo Fausto en clase de literatura - la frase "detén el momento, soy tan feliz" atrajo mi atención de manera sorprendente. Luego, a lo largo de mi vida muchas veces volví a pensar en aquella frase, ya que la misma reflejaba mi sentimiento interior. No siempre coincidía con momentos de éxito, sino que generalmente me venía a la mente después de algún gran esfuerzo.

A los diecinueve años encontré al hombre de mi vida del que me enamoré y con el que me casé cinco años después. Por ese entonces me preguntaba, cómo podían los seres humanos vivir en guerra y matarse, si no había nada más grande que el amor en pareja.

Mucho trabajo, falta de dinero y comodidades, poco espacio y nada de veraneos, pero sin embargo éramos muy felices. Mi marido siempre fue para mí el colmo de la diversión, siempre me hizo gracia con sus locuras y ocurrencias; su inquietud se contraponía a mi mundo pacífico e interior. Creo que el secreto de nuestra buena convivencia, radicaba en que nunca invadíamos, uno el mundo del otro; a mí no me costaba dejarlo volar y él respetaba mucho mis decisiones.

El día que nació mi primera hija, después de un parto muy largo, pude decir; "detén el momento, soy tan feliz". Estaba hecha para la maternidad y cada vez que volví a ser madre tuve el mismo sentimiento y me cubría una nube de plenitud. La maternidad me daba más luz y más paz interior; me veía más linda, más alegre y con más ganas de vivir. Los trastornos del post-parto quedaban siempre atrás por aquel enorme sentimiento de plenitud.

Tuvimos ocho hijos; al principio cinco mujeres y luego tres varones. Mi marido era hábil con pañales, biberones y nunca tenía pereza para saltar de la cama cuando alguno lloraba. Una madrugada se levantó tan rápido, que chocó con la pared y quedó tendido en el suelo.

Pero una noche sucedió algo que parecía intrascendente pero que cambió mi vida. Mientras cenábamos con amigos, alguien comentó su deseo de bautizarse y los inconvenientes que había tenido para hacerlo. Y aunque los presentes éramos todos creyentes, ninguno se preocupó por su inquietud; y algo dentro de mí me quitó la paz... Yo me preguntaba ¿cómo podíamos quedar todos indiferentes? Recuerdo cómo luchaba por convencerme para que no me interesara su problema - además, realmente casi ni la conocía - y pude así terminar la cena con cierta tranquilidad. Pero al despedirme esta persona me dijo al oído: "Si puedes ayudarme, por favor, hazlo."

Salí como despavorida como huyendo de una maldición; ¿por qué a mí? Al día siguiente resolví terminar con aquel conflicto - y yo que ni siquiera practicaba por aquel entonces - me fui hasta su casa con un Evangelio y procuré dejárselo para que lo leyera cuando tuviera ganas, pero muy pronto comenzó a preguntarme y a maravillarse con mis explicaciones; en pocos minutos estábamos metidas, las dos, en las más profundas verdades de la fe.

Volví a su casa todas las tardes por espacio de dos meses en los que fuimos adquiriendo muchos conocimientos doctrinales lo que pronto nos llevó a vincularnos con un sacerdote que daba clases para adultos. Muy pronto pudo recibir el bautismo y la comunión. En pocos días mi vida se llenó de fe y confianza en Dios; todo adquirió una dimensión nueva y pensé una vez más: "detén el momento, soy tan feliz"

Tres meses después nos trasladamos con nuestra familia a residir en el exterior donde estuvimos por casi 10 años. Sólo recuerdo momentos inmensamente felices. Mucho mar, mucho sol y mucho trabajo; lo necesario para vivir y poder sentir la alegría de ver aumentar la familia año tras año.

Hoy he vuelto a mi país; nuestras hijas mayores se han casado y espero la llegada de los nietos, con la misma ilusión con la que esperaba a mis hijos. Siento que la plenitud de la maternidad se perpetuó en el tiempo, que al ver a mí marido caminar más lento, al ver mis arrugas y mis canas, saboreo interiormente, esa mezcla extraña de envejecer por fuera y rejuvenecer por dentro; en cada abrazo, en cada Comunión, en cada momento que hablamos de lo que aún falta por llegar y que seguro me hará repetir una vez más: "detén el momento, soy tan feliz.”

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